martes, 18 de noviembre de 2008

¿ES JUSTA LA HISTORIA?

“Porque al que tiene, le será dado, para que tenga en abundancia; pero al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado.”
Esta frase, aunque tiene una antigüedad de dos mil años, sigue conservando todo su valor en la actualidad. A quien tiene éxito, el éxito lo asedia; a quien tiene riquezas, el oro nuevo y fresco le afluye y, todavía más que el ofrecimiento de oro, el entusiasmo voluntario de los colaboradores y de las almas cansadas, porque el poder es la materia más misteriosa del mundo. Atrae con fuerza magnética al individuo, con fuerza sugestiva a la masa, que rara vez se pregunta dónde gana ese poder y dónde se pierde, sino que se limita a sentir su presencia como un aumento de su propia vida, que entrega ciegamente. Siempre fue la más peligrosa cualidad de los pueblos la de colocarse voluntariamente bajo el yugo, la de lanzarse entusiasmados a la servidumbre. Y, con frecuencia, a la servidumbre del éxito.
En todas épocas ha regido esa frase cruel: al que tiene le será dado. Pero hay algo más curioso que esto: también la Historia, también ella, que debía ser desapasionada, justa y clara de juicio, también ella presenta la tendencia a dar justificación a posteriori al que la vida real ha estado exteriormente justificado; también ella se inclina, como la mayoría de los hombres, del lado del éxito; también ella agranda posteriormente a los grandes, a los vencedores, y empequeñece o silencia a los vencidos. A la gloria efectiva de los gloriosos acumula, además, las leyendas, y todo gran hombre aparece casi siempre, a los ojos de la Historia, más grande aún de lo que fue en realidad, y a los incontables pequeños se les quita lo que a los grandes se les añade.
De la hazaña heroica de un barco queda el nombre del capitán, y en la oscuridad se hunden los de aquellos que murieron a su lado y que quizá fueron quienes llevaron a cabo la verdadera hazaña. A los monarcas se les atribuye la aplicación y el heroísmo de sus súbditos. Por la necesidad de abreviar, la Historia acumula en pocos nombres y figuras las acciones de los innumerables y se las adjudica al más fuerte, porque: “al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado”. Esto obliga a leer la Historia no con credulidad, sino con curiosidad desconfiada, porque ella, la aparentemente insobornable, obedece también a la profunda tendencia de la Humanidad a la leyenda, al mito. Sabiéndolo o sin saberlo, hace heroicos hasta la perfección a unos pocos héroes y deja caer en la oscuridad a los héroes de la vida cotidiana, a las naturalezas heroicas de segunda y tercera fila. Porque la leyenda, precisamente por lo que tiene de seductora, por su brillo de perfección, es siempre la enemiga más peligrosa de la verdad, y por eso es nuestro deber someterla sin cesar a prueba y retroceder la hazaña real a su medida histórica.
Semejante proceso de desdivinación no empequeñece la esencia, el valor mundial de un hombre. Refuerza únicamente nuestro sentimiento del tiempo, nuestro conocimiento de las épocas y, por el conocimiento del pasado, nos hace más justos para el presente. Nada más peligroso que la piedad ante aquel que en tiempos fue reconocido como grande, nada más fatídico que clavar la rodilla ante el poder oficialmente glorificado. Donde las leyendas han tejido su trama para hacernos psicológicamente invisible una determinada figura, debemos nosotros, sin que ello tenga que juzgarse blasfemia, deshacer calmosamente la urdimbre, corregir una y otra vez lo que quedó amañado dentro de la Historia y oponer al irresistible impulso de la Humanidad a inclinarse ante el éxito la apreciación justa y pura que merezca la hazaña efectiva.

Por eso nuestro deber consiste en no admirar el poder en sí, sino en admirar únicamente a esos raros hombres que lo ganaron con honradez y con justicia. Y con honradez y con justicia sólo lo gana en realidad el hombre intelectual, el científico, el músico, el poeta, porque lo que él da no se lo ha quitado a nadie. La primacía terrena, militar, política, de un individuo nace sin excepción de la violencia, de la brutalidad. Por ello, en lugar de admirar ciegamente a los vencedores, debemos plantear siempre la pregunta clave: ¿por qué medios y a costa de qué logró el triunfo? Porque cuando surge en lo material, en lo estatal, un gran poder, es raro que proceda de la nada o de una propiedad legítima, sino que casi siempre viene de algo arrebatado a los más débiles. Toda gran aureola suele tener un sospechoso resplandor color de sangre.
Si estamos penetrados -y yo espero que lo estemos- por la idea de que toda vida individual es algo sagrado, impugnemos el derecho de un individuo a construirse los peldaños de subida al poder sobre centenares y miles de sus compañeros en el sufrimiento. Veamos la historia del mundo no sólo como una crónica de victorias y guerras y no juzguemos de antemano como héroe al conquistador, porque así convertimos en un fin esa peligrosa divinización del éxito. Rara vez hay un vínculo entre el poder y la moral. La mayoría de las veces, lo que existe es un abismo insalvable. Ponerlos de manifiesto una y otra vez sigue siendo nuestro deber primero, el más urgente. Y si, según la frase de Ibsen, escribir significa “hacer justicia”, no debe darnos miedo llamar ante nuestro tribunal privado a una de esas figuras ungidas por la temerosa reverencia servil ni hacer comparecer también a los olvidados, a los pisoteados, concediéndoles el derecho de testimoniar contra él.
Stefan Zweig, 1922.
El siguiente fragmento forma parte de Legado de Europa, una compilación de escritos del malogrado escritor austríaco.

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