sábado, 29 de septiembre de 2007

LOS DOS QUE SE CRUZAN.

Óscar Domínguez

Les deux qui se croisent. (París: Fontaine, 1947).

(Traducción: Carlos Gaviño de Franchy, Maud Westerdahl).

Para Maud

Con una precisión matemática, una regularidad desconcertante, una exactitud angustiosa, una puntualidad milimétrica, los dos que se cruzan, que se cruzan siempre con una precisión muy matemática, una regularidad muy desconcertante, una exactitud muy angustiosa, una puntualidad antipoéticamente milimétrica, uno viniendo del Norte y el otro del Sur, los dos que se cruzan, digo, se cruzan.
Se cruzan siempre en el punto central de la Plaza de la Bastille; uno viniendo del Norte y el otro del Sur, a las cinco y un minuto muy exactamente.
El primero trae el pájaro, el segundo la flecha.
Nada impide este cruzamiento; ni la tempestad poblada de sirenas, a la alerta de los relámpagos; ni la revolución, siempre avanzando, roja y bella, sonrisas y lágrimas de un revólver apuntado como el gran señor del espacio frente al enemigo n.º 1, ni la toma de la Bastille, cuando la fortaleza se convierte en una torre de cartas de baraja donde el rey cae como una colilla, ni el eclipse triunfo negro.
Siempre, desde el año de gracia de 1702, desde el día del gran cometa, los dos se cruzan en el punto central de la Plaza de la Bastille.
Después de tanto tiempo cruzándose, nadie les ve: los hombres de negocio pasan en auto, los vendedores de periódicos en bicicleta, los enamorados tomados de la mano, los avaros con una moneda apretada en el puño izquierdo.
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Un hombre tras su ventana, un anciano, un amañado, trabaja en una habitación triangular, Plaza de la Bastille, en la puesta a punto de una ingeniosa máquina para realizar el movimiento perpetuo: curioso aparato basado en el principio de la brújula, donde dos bolas de estaño se cruzan indefinidamente. Esta máquina, dorada, plateada y encerrada en una caja caoba barnizada, está colocada frente a la ventana. Veinte horas de cada veinticuatro, M. Robson permanece sentado ante su invento, manipulando, añadiendo nuevas piezas, puliendo las antiguas. Su mirada es penetrante, en ocasiones soñadora; y ocurre que, desesperado, toma el aparato y lo tira al suelo. Los engranajes ruedan por las tres esquinas de la habitación, y son precisos varios meses, o varios años, para reparar el mal.
Un día, a las cinco y un minuto muy exactamente, ve, tras sus bolas de estaño, los dos que se cruzan en trance de cruzarse al mismo tiempo que sus bolas.
Intrigadísimo, espera horas y horas, hasta el día siguiente a las cinco y un minuto. Vuelve a ver, ahora con gran alegría, los dos que se cruzan dispuestos a cruzarse al mismo tiempo que las bolas se cruzan.
Comprende el fenómeno. Hida encontrado el movimiento perpetuo en el punto central de la Plaza de la Bastille. Rompe definitivamente su máquina y, a partir de ese día, está cotidianamente a las cinco y un minuto en su ventana para observar este curioso reencuentro.

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